martes, 26 de marzo de 2024

LA OFRENDA DE LA VIUDA

Este Martes Santo fue extremadamente fatigoso y duro para el Señor. El Maestro estaba sentado frente al cepillo del Templo, en el atrio de las mujeres, donde existían trece buzones para depositar las limosnas.

En estas fiestas la afluencia de peregrinos era muy grande: se satisfacían cuotas atrasadas, se hacían ofrendas voluntarias, promesas... Algunas de estas operaciones necesitaban la presencia de un funcionario del Templo que resolvía dudas, dictaminaba sobre si una determinada moneda podía utilizarse como ofrenda...

Jesús, rodeado de sus discípulos, observaba cómo la gente echaba en él monedas de cobre, y bastantes ricos echaban mucho. El Señor los miraba, pero no dijo nada. Sin embargo, en un momento determinado se acercó una viuda pobre, con la indumentaria inconfundible de las viudas judías, y depositó dos leptos, dos pequeñas monedas de bronce.

San Marcos, en atención a sus lectores romanos, da a continuación el equivalente en moneda romana: los dos leptos venían a ser un cuadrante, la cuarta parte de un as, la moneda de valor contable más pequeño. Prácticamente nada. Quizá el encargado de las limosnas ni siquiera lo anotó. No valía la pena.

A Jesús le pareció, por el contrario, tan importante aquella ofrenda que convocó a sus discípulos dispersos y distraídos con el tráfago de la gente que iba y venía, y les dijo, señalando a la mujer: En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado más en el gazofilacio que todos los otros. Y explicó la razón: todos han echado algo de lo que les sobraba; ella, en cambio, en su necesidad, ha echado todo lo que tenía, todo su sustento.

Fue un fugaz alivio en medio de tanta dureza. Aquella mujer se marchó a su casa, y se enteraría quizá en el Cielo de cómo aquella tarde había conmovido el corazón del Señor con su ofrenda.

EL FIN DE JERUSALÉN Y DEL MUNDO

Jesús se puso en camino con sus discípulos hacia el Monte de los Olivos (Mc). El Templo, que acababan de dejar atrás, era el orgullo de los judíos por su grandiosidad y magnificencia. No había un templo igual en todo el mundo. Desde la falda occidental del monte, hacia donde se dirige el Señor, sus enormes sillares causaban una fuerte impresión de solidez y de permanencia.

Entonces, uno de los discípulos dijo en tono admirativo: ¡Maestro, mira qué piedras y qué construcciones! (Mc). El Señor le respondió con profunda pena: ¿Ves estas grandes construcciones? No quedará piedra sobre piedra que no sea destruida. Los apóstoles quedaron sobrecogidos por estas palabras.

Poco tiempo después, en el año 70, se cumplió al pie de la letra esta profecía cuando Tito conquistó Jerusalén. Los soldados prendieron fuego al Templo, y el emperador, que deseaba conservarlo, intentó apagar las llamas, pero al no conseguir dominarlas ordenó su completa destrucción.

Los muros que subsisten en la actualidad son cimientos y parte de la muralla exterior; del santuario mismo no ha quedado piedra sobre piedra. El culto judío desapareció con el Templo. Más tarde, Tito depositó ante el altar de Zeus en Roma los despojos que se consiguieron salvar del incendio: el gran candelabro de los siete brazos, la mesa donde se colocaban los panes de la proposición y un ejemplar de la Ley.

Cincuenta años más tarde, después de la segunda rebelión judía contra el poder romano, el emperador Adriano hizo cambiar el nombre de la ciudad por el latino de Aelia Capitolina, y sobre la gran explanada del Templo mandó instalar estatuas dedicadas a dioses paganos. Donde antes estuvo la puerta sur, orientada hacia Belén, hizo colocar una cabeza de cerdo.

Era la enseña de la Legión Décima Fretensis, que custodiaba la ciudad; pero también era una gran ofensa para los judíos, que consideraban al cerdo como el animal impuro por excelencia. Incluso se prohibió a los judíos, bajo pena de muerte, la entrada en este recinto. En los días del Señor eran los paganos los que no podían entrar, bajo pena de muerte.

En tiempo del emperador Juliano el Apóstata (año 363) los judíos intentaron en vano reconstruirlo, y desde entonces no ha habido nuevas tentativas.

La profecía de la destrucción del Templo echaba por tierra las ideas de grandeza latentes en el pueblo y en todos. El Templo era el centro del judaísmo y su más íntima esencia. Era el único lugar donde se ofrecían los sacrificios de la Alianza establecida entre Dios y el pueblo de Israel. Por eso pensaban los discípulos que esta catástrofe debía de ir unida a otra de proporciones ingentes para toda la humanidad.

El fin del Templo significaba para ellos el fin del mundo. Por eso, después de un rato de silencio, estando aún sentado Jesús en la falda del monte, se le acercaron Pedro, Santiago, Juan y Andrés (Mc) y, a solas, le preguntaron: Dinos cuándo ocurrirán estas cosas y cuál será el signo de tu venida y de la consumación del mundo (Mt).

La ruina del Templo –les explica Jesús– es figura del fin del mundo, pero no indica su inminente cercanía; ambos acontecimientos tienen sus propias características. Así, la ruina del Templo tendrá lugar, les dice, en aquella misma generación. El fin del mundo, en cambio, permanece en el secreto de Dios, y el tiempo de ese acontecimiento final ni siquiera el Hijo quiere revelarlo.

Los apóstoles preguntaron por el fin del Templo de Jerusalén, y el Señor les advierte de algo más inminente: se avecinan hechos ante los cuales tienen que estar alerta para no sucumbir en la tentación y para no dejarse engañar por falsos profetas. Les anuncia que padecerán persecuciones a causa de la predicación del evangelio.

Las iniciarán los judíos y las continuarán los gentiles. Los apóstoles, y todas las generaciones de cristianos, pudieron comprobar cómo se cumplieron acabadamente las palabras del Señor: Y seréis odiados por todos a causa de mi nombre (Mc). La presencia de los cristianos ante los tribunales constituyó siempre un testimonio de suma importancia en favor del evangelio.

También declaró el Señor que el evangelio sería predicado en el mundo entero antes del fin de todas las cosas. Ésta es una de las ocasiones en que el Señor anuncia el destino universal del evangelio, buena nueva de la salvación dirigida a todos los pueblos. Antes de la destrucción de Jerusalén en el año 70, los apóstoles la habían predicado ya por el mundo conocido.

De igual modo, antes del final de los tiempos llegará a todos los pueblos la noticia y la oportunidad de conversión por medio del apostolado y de la predicación de la Iglesia; aunque esto no significa que todos los hombres acepten y sean fieles de hecho a la doctrina de Cristo.

No pueden considerarse como señales precursoras las persecuciones contra la Iglesia, ni la aparición de falsos mesías, ni el enfriamiento del amor, ni las disidencias originadas en motivos religiosos (Mt), puesto que todo ello pertenece al desarrollo constante del Reino de Dios en el mundo. En cuanto a los cataclismos de la naturaleza, parecen poseer un sentido supraterrestre.

La vieja tierra será purificada. Los elementos, abrasados, se disolverán. Sólo entonces hará su aparición la tierra nueva, fresca y gozosa.

Vida de Jesús (Fco Fz Carvajal)

Seis preguntas clave para entender la Semana Santa

La Semana Santa es uno de los momentos más importantes para los católicos

Sin embargo, no todos conocen cada detalle sobre este tiempo, como por qué se celebra o de qué se compone exactamente. Recogemos las 6 preguntas básicas para entender la Semana Santa.

 



¿Qué es la Semana Santa?

La Semana Santa es el periodo en el que se prepara y conmemora la Pasión y Muerte de Jesucristo.

Comienza con su entrada en Jerusalén y termina con su crucifixión.

¿Cómo celebran los católicos la Semana Santa?

Hay cuatro ceremonias importantes durante la Semana Santa.

El domingo de Ramos recuerda la llegada de Jesús a Jerusalén. Los católicos ese día organizan procesiones con ramas de olivo y palmas bendecidas.

El Jueves Santo se conmemora la traición de Judas y la Última Cena, donde Jesús instituyó la Eucaristía. Por la mañana, los obispos se reúnen con los sacerdotes de sus diócesis y bendicen los santos óleos. El lavatorio de los pies tiene lugar más tarde ese día durante la Misa de la Última Cena.

El Viernes Santo es el día más triste del año para los católicos. Rememora la agonía y el sufrimiento del prendimiento, el juicioy la muerte de Jesús. Ese día no hay Misa. Jesús ha muerto.

Al anochecer del sábado Santo tiene lugar la principal celebración cristiana del año: la Vigilia Pascual. Se conmemora la Resurrección de Jesús.

¿Por qué adornan las iglesias de esa manera?

Durante el Viernes y el Sábado Santo, las iglesias están adornadas de manera distinta que el resto del año. Muchas de ellas, utilizan el negro o el morado para la decoración. En Italia, cubren los crucifijos una semana antes de que comience la Semana Santa y durante el Viernes y el Sábado Santo, no hay Eucaristía ni Agua bendita.

¿Desde cuándo celebran los católicos la Semana Santa?

La Semana Santa se celebra desde los comienzos de la Iglesia. Hay documentos que datan que ya en el siglo IV, cristianos en Egipto, Palestina, y la actual Turquía y Armenia, conmemoraban la Pasión de Cristo. Es probable que estas celebraciones se llevaran a cabo durante algunos años antes. A Europa esta costumbre llegó en el siglo V.

¿Cuándo se celebra la Semana Santa?

La Semana Santa es la última semana de Cuaresma. Comienza con el Domingo de Ramos y termina el Sábado Santo. Este año, la Semana Santa dura desde el 29 de marzo hasta el 4 de abril. Cada año se celebra en una fecha distinta, se fija el domingo siguiente de la primera luna llena de la primavera, este año el 5 de abril.

¿Cuándo ocurrió verdaderamente la Semana Santa?

Se calcula que la Resurrección de Jesús se produjo el Domingo 9 de abril. De manera que el Jueves Santo tuvo lugar el 6 de abril.

Publicado originalmente por Primeros Cristianos - Patrística

domingo, 24 de marzo de 2024

Domingo de Ramos - Comienza la Semana Santa

Domingo de pasión o de ramos

El domingo de pasión -más conocido como domingo de ramos- inaugura la semana santa. De acuerdo con la rúbrica, "en este día la Iglesia celebra la entrada de Cristo en Jerusalén para realizar su misterio pascual". Los cuatro evangelistas relatan este acontecimiento y subrayan su importancia.

Jesús es presentado como el Rey-Mesías, que entra y toma posesión de su ciudad. Pero no entra como un rey guerrero que avanza con su gran ejército, sino como un Mesías humilde y manso, cumpliendo así la profecía de Zacarías (9,9): "He aquí que tu rey viene a ti; él es justo y victorioso, humilde y. montado en un asno".

La procesión

La característica de la procesión es el júbilo, gozo que anticipa el de pascua. Es una procesión en honor de Cristo rey; por eso los ornamentos son rojos y se cantan himnos y aclamaciones a Cristo. La Iglesia realiza los acontecimientos del primer domingo de ramos: lo que se lee en el evangelio se vive inmediatamente después en la procesión (1).

La procesión no es simple ostentación, sino algo muy real; en cierto sentido, más real que el mismo acontecimiento original, porque la Iglesia, al celebrar este hecho con fe y devoción, celebra el misterio que se oculta en él. El rey que nosotros aclamamos no es un personaje histórico, sino el que vive y reina por siempre. El significado de la entrada triunfal de Cristo solamente se percibe desde la fe. Jesús entra "para llevar a cabo su obra mesiánica, para sufrir, morir y resucitar".

"¡Bendito el que viene en nombre del Señor!; ¡hosanna en las alturas!" En cada celebración eucarística repetimos esta aclamación al comenzar la oración eucarística. La venida de Cristo en el misterio eucarístico acontece diariamente. En la procesión del domingo de ramos, la Iglesia, representada en cada asamblea litúrgica, sale a recibir y dar la bienvenida a Cristo de una manera especial.

La procesión nos transmite como una anticipación o pregustación del domingo de pascua. La alegría y el triunfo de pascua rompe así la liturgia más bien sombría del domingo de ramos. Las palmas que se bendicen y se llevan en procesión, son emblema de victoria. "Hoy honramos a Cristo, el rey triunfador, llevando estos ramos".

Ramos en Jerusalén

El responsorio que se canta al entrar en la iglesia menciona explícitamente la resurrección: "Al entrar el Señor en la ciudad santa, los niños hebreos profetizaban la resurrección de Cristo".

En la procesión del domingo de ramos, la Iglesia, además de conmemorar un hecho pasado y celebrar una realidad presente, anticipa también su cumplimiento final. La Iglesia espera la completa realización del misterio al final de los tiempos.

Esta nota escatológica está contenida en la oración que se dice en la bendición de los ramos: "A cuantos vamos a acompañar a Cristo aclamándolo con cantos, concédenos entrar en la Jerusalén del cielo por medio de él". Una de las peticiones de laudes, dirigida a Cristo, contiene también este ansia de la plenitud futura. "Tú que subiste a Jerusalén para sufrir la pasión y entrar así en la gloria, conduce a tu Iglesia a la pascua eterna".

Liturgia de la palabra

Este domingo se llama de dos maneras: domingo de ramos y también domingo de pasión. Ramos por la victoria y pasión por el sufrimiento. La procesión es heraldo de la victoria de pascua; en cambio, la liturgia de la palabra que le sigue nos sumerge en la liturgia del viernes santo. Cristo vencerá efectivamente, pero lo hará por su pasión y muerte.

La primera lectura es del profeta Isaías (50,74). Los sufrimientos del profeta en manos de sus enemigos son figura de los de Cristo. Su serena aceptación de los insultos e injurias nos hace pensar en la humildad de Cristo cuando fue sometido a provocaciones aún peores. Es un sufrimiento aceptado libremente y voluntariamente soportado.

Esta idea de aceptación se encuentra también en la segunda lectura (Flp 2,6-11), que nos dice: "Cristo se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz". Repetimos el mismo tema en el prefacio: "Siendo inocente, se entregó a la muerte por los pecadores y aceptó la injusticia de ser contado entre los criminales".

La segunda lectura nos hace penetrar con profundidad en el misterio de la redención. San Pablo, escribiendo a los filipenses, habla del anonadamiento (kenosis) de Cristo, el cual no sólo "se despojó de sí mismo asumiendo la condición de esclavo", sino que incluso se humilló hasta someterse a la muerte de cruz.

domingo ramos

Esta era lo último de la humillación y el anonadamiento, hacerse un proscrito, un desecho de la sociedad. Pero san Pablo, después de sondeadas las profundidades de los sufrimientos de Cristo, eleva en seguida nuestro pensamiento: "Por eso Dios lo levantó sobre todo y le concedió el `Nombre-sobretodo-nombre`.

La solemne lectura de la pasión es lo más característico de la misa. Siguiendo la actual ordenación litúrgica en tres ciclos, el evangelio puede ser el de Mateo, el de Marcos o el de Lucas. Tradicionalmente se lee el de Mateo.

La lectura del evangelio se despoja de todo ceremonial, incluso en las misas solemnes: no se usan velas ni incienso, y se omite también la señal de la cruz al principio. Simplemente se comienza con el anuncio: "Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Mateo". El evangelio de la pasión no necesita adornos; ni siquiera requiere introducción ni homilía; habla por sí mismo. Cuando se lee con reverencia, no puede menos de causar una impresión profunda.

Hay muchos libros sobre la vida de Cristo, muchas meditaciones y tratados sobre la pasión. Pero nada causa en nosotros mayor impacto que los escuetos y patéticos relatos de la pasión del Señor que nos ofrecen los mismos evangelistas. No hay en ellos la menor intención de influir en nuestros sentimientos o de presentar una versión intensamente recargada de lo que allí sucedió.

Tampoco se detecta afán alguno de quitar importancia a los sufrimientos físicos y morales del Salvador. Se trata de una narración sencilla, digna y moderada, que, sin embargo, lo dice todo; de tal manera que nos es fácil imaginarnos a nosotros mismos como testigos presenciales de los acontecimientos. Hay en ella drama y patetismo, pero también serenidad. La persona de Cristo descuella entre sus acusadores y perseguidores.

Es costumbre muy acertada el tomar tres lectores para la lectura de la pasión. Ello ayuda a mantener la atención y el interés. Sirve, además, para poner en evidencia las palabras de Cristo, que pueden ser leídas por el mismo celebrante. Un segundo lector se hará cargo del papel de narrador, y otro asumirá las demás partes.

Vincent Ryan

(1) La procesión tuvo origen en Jerusalén, en el siglo iv, y se celebraba el domingo por la tarde. La asamblea se reunía en el monte de los Olivos, y desde allí iba en procesión hacia la ciudad. Llevaban ramos de olivos y los acompañaba el obispo, que representaba a Cristo. Cfr. Viaje de Egeria.

martes, 19 de marzo de 2024

La vocación de San José


A pesar de su dolor, José decide abandonar secretamente a María para no dañar su fama; es entonces cuando el Señor, por medio del ángel, le da a conocer su vocación.

Siendo como era justo, y no queriendo infamarla, deliberó dejarla secretamente. (Mt 1, 19)


EL SUEÑO DE JOSÉ

I

Ha pasado muchas noches de insomnio. Y ésta ha sido de sueño difícil: le ha costado mucho dormirse. Con frecuencia se ha despertado presa de una idea que le persigue: soñaba que los hombres de la plaza se reían de él.

Ahora ha logrado conciliar el sueño sobre su humilde lecho, después de pensar y pensar.

Ocurre que José está ante una tremenda disyuntiva: sabe que María va a ser madre, no lopuede dudar; y sabe también que es pura y sin mancha, no lo puede dudar. Y José ha suspendido el juicio.

María permanece silenciosa. Heroica, prefiere sufrir la sospecha y la deshonra antes que descubrir el secreto.

Él sabe con certeza que su esposa va a ser madre, se lo dijeron las amigas al principio, cuando vinieron a felicitarlo y él quedó con una amarga espina clavada en el corazón. Se lo dice la gente del pueblo, que lo comenta. Se lo dicen sus ojos. Calla también, sufre... y no juzga mal.

Está seguro de la pureza inmaculada de la Niña Virgen, se lo dicen sus ojos limpios, su bondad, su dulzura, su recia personalidad. Hay algo en ella que se impone, tan fuerte, tan decisivo, tan sobrenatural, que detiene la conclusión de la verdad que los ojos enseñan. Para los dos es una gran prueba.

Pavorosa lucha interior que las gentes no advierten. Angustiosas tormentas que los hombres vulgares no comprenden. Pelea por mantenerse fiel cuando todas las razones empujan a lo contrario. La santidad exige la prueba.

Todos creen que él es el padre. Y él sabe que no. Sufre ante el misterio, y respeta la situación.

La ley manda apedrear a las mujeres adúlteras. ¡Es tan grande el pecado! Pero ella no puede estar en ese caso. Sin embargo, José no se lo explica. Y su espíritu lucha entre esos dos extremos que lo ahogan: la pureza de María que se impone, y el hecho de que va a ser madre. Y José suspende el juicio.

II

Lo hace así porque es justo, aunque él sólo tenga razones para sentirse gravemente ofendido. Y no aplica el recurso legal de darle el acta del divorcio, que traería consigo la reprobación pública de la repudiada, sino que sigue la insinuación de la caridad, prefiriendo dejarla secretamente, para no dañar su fama.

Y nosotros, tan veloces en concluir... condenando. Preferimos pensar mal para no engañarnos; pero es mejor engañarse muchas veces pensando bien de hombres malos, que equivocarse alguna vez teniendo mal concepto de una persona buena, pues en este caso hay injuria, cosa que no ocurre en el primero.

Es preciso saber detener el juicio, y más aún la lengua, aunque sea su conclusión lo más lógico, lo más natural. Muchas veces son inocentes aquellos contra los que se dirigen nuestras pruebas, pues en todo caso ignoraremos motivos personales de su actuación, que pueden justificarles plenamente.

Pensar bien trae consigo, además, una gran paz del alma y nos ahorra muchas amarguras.

José detiene el juicio respecto a María, aunque le asaltan clarísimas razones, aunque esa situación le produce honda herida.

III

Decide hacer lo que cree que es mejor. Es el juicio que formula respecto a su personal conducta ante aquella situación. Ya tiene su propio criterio, después de pensar y pensar. Y su juicio es un juicio santo.

Un ángel del Señor se le aparece:

-José, hijo de David, no tengas recelo en recibir a María, tu esposa, porque lo que se ha engendrado en su vientre es obra del Espíritu Santo...

Le ordena el nombre que le ha de poner, y le comunica su misión. José cae en la cuenta de que esos hechos cumplen la profecía.

A veces se nos pide, además, el rendimiento del propio juicio, aunque haya sido formulado con toda rectitud.

José había amasado su decisión con lágrimas, caridad y justicia. Llegó a esa conclusión por un camino penoso y Santo. Ahora le piden que rinda su criterio, que lo someta. Su juicio es lo mejor que se puede hacer humanamente, pero no es lo mejor para los planes de Dios.

Rendir el juicio, hazaña propia de los mejores. ¡Es que mi idea está elaborada con toda rectitud y cuidado! ¡Es que no es ni vulgar ni imprudente! Te contesto: Tampoco lo era la de José.

¡Es que a él le avisó un ángel! El ángel también es una criatura, y Dios tiene muchos medios de avisar, para enseñarnos que nuestras razones no tienen razón. José rindió su juicio sin dilación, y, al despertarse, hizo lo que le mandó el ángel del Señor.

"Caminando con Jesús", J.A. González Lobato, Ediciones RIALP

Buen día, Espíritu Santo! 19032024

 

SAN JOSE, esposo de María

Nada conocemos de sus primeros días, de su infancia, de su adolescencia, de sus ensueños. Ignoramos hasta el lugar de su nacimiento. El mutismo de los sagrados textos es aquí total. Podemos, sin embargo, pensar que, aun oriundo de Belén la real, su cuna se meció en Nazaret.


Lo que sí sabemos con certeza, a través de la genealogía de Jesús, puntualizada por San Mateo y San Lucas el nombre de nuestro Santo. Procedía del linaje de David, como la Virgen, y, al igual que el patriarca del Antiguo Testamento, figura suya, se llamó José, nombre que anunciaba con acento misterioso un creciente brote de virtudes y de dones en el Niño que acababa de nacer.

Pasan después los años, muchos años, alrededor de cuarenta, sin referencia alguna, en la mayor oscuridad. Pero como el gusano en su capullo, la paloma preparaba ya sus alas. Llega, por fin, el día en que San José se incorpora a la historia y le vemos pasar cumpliendo su misión excelsa en camino o en reposo, en oración o en trabajo, siempre junto al Niño, siempre al lado de la Esposa, siempre humilde, callado siempre, dándonos una lección perenne de amable, de acogedora santidad.

Su vida se desenvuelve desde ahora en la verdeante Nazaret, entre canciones de aguas y olores de pinos, en una región de viñas y terebintos, al amparo de aquella pequeña aldea que, muy en su punto, se adornaba con un nombre tan fragante. Allí trabajaba el descendiente de reyes en su modesto oficio de carpintero. Allí se desposó con la flor más bella a quien rendían acatamiento todas las azucenas del mundo. Difícil sería enumerar los merecimientos de aquella virginal doncella.

Más limpia que el rayo de luna, más blanca que la nieve incontaminada de las cumbres, María era un reino de dulzura, de humildad, de ensimismamiento. Los ángeles la servían y aprendían de ella mientras meditaba el misterio de la Encarnación, absorta al contemplar dentro de sí aquel Niño, futuro Enmanuel, anunciado por el arcángel.

San José se miraba en aquella mirada que tenía la insondable serenidad de un lago. Leía el libro de la perfección en aquellos ojos. Era feliz.

Fue entonces cuando experimentó la primera y no esperada congoja. Es que Dios prueba a sus amigos en fuego de tribulación hasta darles el mejor temple. Y a excepción de Nuestra Señora, ¿quién más preparado que José para gustar estos sabrosos sinsabores? El que iba a ser padre nutricio de un Niño después crucificado necesitaba probar de antemano el acíbar del Calvario.

¿Cómo analizar la magnitud de aquel sufrimiento? ¿Cómo medir la grandeza de esa aflicción? El Eterno sabe acendrar hasta el último cuadrante el alma de sus santos. Por el dolor se sube al amor. Por el fuego del infortunio se asciende a la llama clarificada de la visión divina.

Sufría la Virgen. Sufría José. Pero ambos pusieron en Dios su confianza, la delicadeza y el silencio fue la norma de su conducta y no tardó en llegar la hora del íntimo gozo, la hora del blanco mensaje. Un ángel trajo el anuncio: "No temas recibir a María... porque lo que en ella ha nacido viene del Espíritu Santo". La faz de San José se iluminó con arrobo, su alma se llenó de gratitudes.

A partir de este momento la vida de San José adquiere rasgos cada vez más definidos y se afirma y se pule con una espiritualidad que tiene el hontanar en el fondo de su alma. Una triple misión se le asigna: la de ser imagen del Padre, custodio de la Sagrada Familia y artesano diligente en su taller. ¡Y con qué decisión lo cumple entre gozos y congojas que le perfeccionan!

Leer las jornadas de su peregrinación es como abrir un libro sabio en enseñanzas. Sufre el dolor humilde del pesebre, la aflicción de la sangre vertida, la amargura de la profecía, los temores de la huida, las tribulaciones del Niño no encontrado en tres días.

Y en otro aspecto, ¿quién podrá medir la altura y la profundidad de sus gozos? Alegría celeste, mensajes angélicos, voces y cánticos de pastores, presencia del Niño, candor de la Madre y amor divino fueron su acompañamiento glorioso. junto al olor, la felicidad de una mirada con destellos de la eterna hermosura. Así se forjan las grandes almas.

Para ganar el premio es preciso merecerlo. Y San José se llenó de merecimientos. En su vida se equilibraron la acción y la contemplación. Parco en palabras, fue largo en obras. Le contemplamos en tensión de camino, en tensión de trabajo. Cuando Augusto César dispone el empadronamiento, camina. Cuando Herodes busca a Jesús para matarle, camina.

Cuando el ángel le anuncia que retorne, camina. Cuando el Niño se queda en el templo, camina también. Una decisión, un vigor inquebrantable nimba su vida. Siempre alerta en Belén, en Egipto, en la apacible Nazaret, vive cumpliendo su misión de padre adoptivo.

¡Cuántas veces en el silencio de las noches, a la sombra de las palmeras o en las montañas de la verde Galilea, le animaría una voz inefable que le hablaba desde la excelsitud de su reino

¿Y qué decir de la fatiga amarillenta del desierto? Mientras avanzaba entre arenales, con peligro de fieras y de bandidos, huyendo de los lazos de una persecución cruenta, nuevos méritos de incalculable trascendencia se engarzaban en la corona del heroico Patriarca.

El desierto que le circundaba tenía su réplica en el desierto interior de los temores de su alma atenta a defender de enemigos la dulce familia que caminaba bajo su tutela. Se ha dicho que no pueden entrar fácilmente en el cielo los que no caminan por este desierto.

Muy cerca de la patria eterna debía de sentirse entonces San José. El desierto era la desolación y la congoja. Pero también el impulso y el gozo de la misión bien llevada. En medio de las arenas, a su lado, caminaban dos tesoros. El Santo se veía como rey de una creación nueva.

Ante esta contemplación el desierto se le transformaba en un paraíso y los rumores temibles de la noche se le convertían en gorjeos. ¡Qué prodigiosamente sabe Dios llenar de bienaventuranzas las almas que suben por la tribulación hasta los umbrales de su trono!

La leyenda vino a añadir nuevas tintas al cuadro. La imaginación popular, los apócrifos, la devoción de todos los siglos no se limitó a seguir la sencillez de las escenas evangélicas, antes al contrario, acumuló efectos sorprendentes cuyo contenido no hemos de puntualizar.

Baste decir que allí donde la Sagrada Familia pasa, el perfume de la leyenda deja su rastro. El naranjo, la palmera, el trigo, el salteador, se humanizan, guardan al Niño, lo defienden en presencia de San José. Los pájaros se enternecen. El agua recibe una virtud nueva. Es el tributo de las criaturas, que quieren, a su modo, agradecer. Al fin y al cabo las más bellas leyendas nacen del amor.

Llegan los últimos años. La vida de San José se desliza en Nazaret con la levedad de una poesía a lo divino, callada, oculta, sin rumores exteriores. Le vimos aparecer en el silencio. Le veremos marcharse en el silencio. ¿Cuándo? Debió de morir antes que Jesús comenzara su predicación, quizá a la edad de setenta años.

No vuelve a sonar su nombre ni en Caná, ni en Siquem ni en Cafarnaúm. Tampoco en el Calvario. Probablemente el Hijo quiso llevarse antes de esas horas a su anciano Padre adoptivo, para evitarle el último dolor. Su misión era la de acompañar, sustentar, defender a la Sagrada Familia en los años niños y formativos y la llenó de manera inigualada.

Cumplida su obra, sólo le quedaba morir. Morir para nacer. Morir para recibir cuanto antes la palma del triunfo eterno; para inundar de luz sus ojos con la visión beatífica, para anegarse en la divina Sabiduría cuyos celajes había columbrado en la mirada del Niño.

¿Resucitó, como admiten Suárez y San Francisco de Sales, el mismo día que el Salvador? ¿Subió al cielo en cuerpo y alma? Es posible. Pero lo cierto es que, guiado por la sonrisa del Hijo, por la misericordia de la Madre, nos mira, nos alienta, nos guarda como un ángel y nos prepara el gran día en que nuestra alma sabrá definitivamente lo que es nacer.

¡Qué sobreabundancia de caridad, de primores, de cuidado puso Dios al moldear el alma de San José, al crear su cuerpo, al formar aquellas manos de artesano que le iban a sustentar, aquellos brazos que se extremarían en delicadezas al dormirle, aquel corazón que se adelgazaba como una llama en el amor del Niño más hermoso! Dios rodeó con sus misericordias el espíritu y la vida de José.


Cuando labraba su alma, cuando tallaba su cuerpo, cuando infundía la luz en la mirada de su nueva criatura, la misericordia velaba allí. Cuando preveía ab aeterno las virtudes del futuro Santo, la misericordia extremaba su obra. Y cuando lo soñaba para esposo de María, para padre adoptivo de su propio Hijo, para guardián de la Sagrada Familia, la misericordia envolvía en luminosidad esta creación portentosa.

Era una luz que reflejaba los esplendores de la luz eterna. El Señor le concedió particulares privilegios que bastarían para llenar de admiración el cielo y la tierra. ¿Cómo no acercarnos a él? Como escribe bellamente fray Bernardino de Laredo, las armas de su genealogía son el Niño y la Virgen. Jamás un blasón semejante se había dado ni se podía dar en el mundo.

El Santo Patriarca tiene la gracia de la flor que sabe entregarnos con caridad su aroma. A su lado florece la bondad, arraiga la dulzura, fructifica el sosiego. No es el santo de una época ni de un siglo. Es el Patriarca de todos los milenios, de ayer y de mañana, de hoy y de siembre.

Pasa enseñando el valor de la vida remansada. Nos invita a contemplar la belleza de los seres humildes. A su lado nos sentiremos más niños y oiremos de nuevo dentro de nosotros la callada resonancia de un lenguaje aprendido la noche de Belén.

LUÍS MORALES OLIVER
para el portal Patrística - Primeros cristianos

viernes, 15 de marzo de 2024

CUARTO SERMON DE CUARESMA 2024

YO SOY LA RESURRECCIÓN Y LA VIDA
15 de Marzo de 2024



En nuestro comentario sobre los solemnes “Yo Soy” de Cristo en el Evangelio de Juan, hemos llegado al capítulo 11 que está enteramente ocupado por el episodio de la resurrección de Lázaro. La enseñanza que Juan quiso transmitir a la Iglesia con la sabia composición del capítulo se puede resumir en tres puntos:

Primer punto: Jesús resucita a su amigo Lázaro (Jn 11, 1-44).

Segundo punto: La resurrección de Lázaro provoca que Jesús sea condenado a muerte (11, 47-50):

Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: «¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación». Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: «Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera».

Tercer punto: La muerte de Jesús provocará la resurrección de todos los que creen en él (11, 51-53). De hecho, el evangelista comenta:

Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos. Y aquel día decidieron darle muerte.

En resumen, la resurrección de Lázaro provoca la muerte de Jesús; ¡La muerte de Jesús provoca la resurrección de todos los que creen en él!

* * *

Ahora podemos centrarnos en la palabra de autorrevelación contenida en el contexto:

Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará». Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección en el último día». Jesús le dijo: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá» (Jn 11, 23-25).

“¡Yo soy la resurrección!” Nos preguntamos: ¿de qué resurrección habla Jesús aquí? Marta piensa en la resurrección final. Jesús no niega esta resurrección “en el último día”, que él mismo promete en otro lugar (Jn 6,54), pero aquí anuncia algo nuevo: que la resurrección comienza ahora para quienes creen en él. San Agustín comenta: “El Señor nos ha indicado una resurrección de los muertos que precede a la resurrección final. Y no es una resurrección como la de Lázaro o el hijo de la viuda de Naín… que fueron resucitados para morir una vez más, sino en el sentido que aquí dice: “… tiene vida eterna”.

Como podemos ver, la idea de una resurrección “espiritual” y existencial, que ya se produce en esta vida gracias a la fe, no era desconocida en la tradición cristiana. La novedad se produjo cuando quisieron convertirlo en el único significado de la palabra de Jesús. La posición de Bultmann es bien conocida, hoy en gran medida obsoleta, pero que hacía furor cuando yo estudiaba teología. Según él, la resurrección de la que habla Jesús es una resurrección existencial, un despertar de la conciencia, basado en la fe. Estamos en la línea de la vaga “llamada a la decisión” y del “decidirse por Dios”, a la que se reduce casi todo el mensaje del Evangelio.

Pero Juan dedica dos capítulos enteros de su Evangelio a la resurrección corporal y real de Jesús, proporcionando algunas de las informaciones más detalladas al respecto. Para él, por tanto, no es sólo “la causa de Jesús”, es decir, su mensaje, que ha resucitado de entre los muertos -como alguien ha escrito- , ¡sino su misma persona!

La resurrección actual no reemplaza la resurrección final del cuerpo, sino que es su garantía. No anula ni inutiliza la resurrección de Cristo del sepulcro, sino que se basa precisamente en ella. Jesús puede decir “Yo soy la resurrección”, porque él es el Resucitado. La dimensión existencial depende de la real, no la reemplaza.

Antes de Juan, fue el apóstol Pablo quien afirmó el vínculo inseparable entre la fe cristiana y la resurrección real de Cristo. Siempre es útil y saludable recordar sus vehementes palabras a los Corintios:

Pero si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe; más todavía: resultamos unos falsos testigos de Dios, porque hemos dado testimonio contra él, diciendo que ha resucitado a Cristo, a quien no ha resucitado… si es que los muertos no resucitan. Pues si los muertos no resucitan, tampoco Cristo ha resucitado; y, si Cristo no ha resucitado, vuestra fe no tiene sentido, seguís estando en vuestros pecados (1Co 15, 14-17).

El mismo Jesús había señalado su resurrección como el signo por excelencia de la autenticidad de su misión. A sus adversarios que le pedían una señal, les dio una respuesta que difícilmente puede atribuirse a nadie más que al mismo Jesús:

Esta generación perversa y adúltera exige una señal; pues no se le dará más signo que el del profeta Jonás. Tres días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del cetáceo: pues tres días y tres noches estará el Hijo del hombre en el seno de la tierra. (Mt 12, 39-40).

Sus oponentes sabían bien que Jonás no había permanecido para siempre en el vientre de la ballena, sino que después de tres días había salido de él.

Hablé, en una meditación anterior, del prejuicio presente en los no creyentes hacia la fe, que es nada menos que lo que reprochan a los creyentes. De hecho, reprochan a los creyentes no poder ser objetivos, ya que la fe les impone, desde el principio, la conclusión a la que deben llegar, sin darse cuenta de que entre ellos sucede lo mismo. Si se parte del supuesto de que Dios no existe, que lo sobrenatural no existe y que los milagros no son posibles, la conclusión a la que se llega también está dada desde el principio y es, por tanto, literalmente, un pre-juicio.

La resurrección de Cristo constituye el caso más ejemplar de esto. Ningún acontecimiento de la antigüedad está avalado por tantos testimonios de primera mano como éste. Algunos de ellos se remontan a personalidades del calibre intelectual de Saulo de Tarso, que anteriormente habían luchado ferozmente contra esta creencia. El proporciona una lista detallada de testigos, algunos de los cuales aún estaban vivos, que fácilmente podrían haberlo desmentido (1Cor 15, 6-9).

Se explotan las discrepancias respecto a los lugares y tiempos de las apariciones, sin darse cuenta de que esta coincidencia no planificada sobre el hecho central es una prueba de la verdad histórica del mismo, más que una objeción. ¡En este caso no hubo ninguna “armonía preestablecida”! Antes de ser escritos, los acontecimientos de la vida de Jesús se transmitieron oralmente durante décadas, y las variaciones y adaptaciones marginales son típicas de cada relato que una comunidad viva y en expansión hace de sus orígenes, según los lugares y las circunstancias. Ésta es la conclusión a la que llegan las investigaciones críticas más recientes y acreditadas sobre los Evangelios.

De otro lado, no hay sólo las apariciones. San Juan Crisóstomo tiene, a este respecto, una página famosa, de la que toda investigación crítica moderna no ha quitado nada de su fuerza de convicción. Dijo, por tanto, en una homilía al pueblo:

¿Cómo se les ocurrió a doce hombres pobres, y además ignorantes, que habían pasado su vida en lagos y ríos, emprender semejante trabajo? Ellos, que tal vez nunca habían puesto un pie en una ciudad o en una plaza, ¿cómo podrían pensar en enfrentarse a toda la tierra? […] Más bien, no deberían haber dicho: ¿Y ahora qué? El no pudo salvarse a sí mismo, ¿cómo podrá defendernos? ¿En vida no logró conquistar una sola nación y nosotros, solo con su nombre, deberíamos conquistar el mundo entero? ¿No sería una locura emprender tal empresa, o incluso simplemente pensar en ello? Es, pues, evidente que si no lo hubieran visto resucitado y no hubieran tenido pruebas irrefutables de su poder, nunca se habrían expuesto a tal riesgo.

A todas estas pruebas el no creyente sólo puede oponer la creencia de que la resurrección de entre los muertos es algo sobrenatural y lo sobrenatural no existe. ¿Y qué es esto sino, precisamente, un prejuicio y un “a priori”?

Fides christianorum resurrectio Christi est, san Agustín escribió: “La fe de los cristianos es la resurrección de Cristo. Todos creen que Jesús murió, incluso los réprobos lo creen, pero no todos creen que resucitó y uno no es cristiano quien no cree esto.” Este es el verdadero artículo según el cual “la Iglesia permanece o cae”. En los Hechos de los Apóstoles, estos son definidos simplemente como “testigos de su resurrección” (Hechos, 1,22; 2,32). Por esto merecía la pena refrescar nuestra fe en ella, antes de celebrarla litúrgicamente dentro de algunas semanas.

* * *

Sólo ahora, después de haber asegurado el hecho histórico de la Resurrección de Cristo, podemos dedicar nuestra atención al significado existencial de las palabras de Jesús: “Yo soy la resurrection y la vida”.

Al comentar el episodio de los muertos resucitados y aparecidos en Jerusalén en el momento de la muerte de Cristo (Mt 27, 52-53), San León Magno escribe: “Que los signos de la futura resurrección aparezcan ya ahora en la Ciudad Santa [es decir, en la Iglesia] y lo que un día debe realizarse en los cuerpos, se realice ahora en los corazones”. En otras palabras, hay dos tipos de resurrección: ¡hay una resurrección del cuerpo que ocurrirá el último día y hay una resurrección del corazón que debe ocurrir cada día!

La mejor manera de descubrir qué se entiende por resurrección del corazón es observar lo que la resurrección física de Jesús produjo espiritualmente en la vida de los Apóstoles. Pedro comienza su Primera Carta con estas elevadas palabras: «Por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha regenerado para una esperanza viva; para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible» (1 Pe 1,3-4).

La resurrección del corazón es, por tanto, el renacimiento de la esperanza. La palabra ‘esperanza’ —cosa sorprendente— está ausente de la predicación de Jesús. Los Evangelios refieren muchos de sus dichos sobre la fe y sobre la caridad, pero ninguno sobre la esperanza, aunque toda su predicación anuncia que existe una resurrección de la muerte y una vida eterna. Por otro lado, después de la Pascua, vemos explotar literalmente en la predicación de los apóstoles la idea y el sentimiento de la esperanza. La explicación de la ausencia de dichos sobre la esperanza en el Evangelio es sencilla: Jesús tenía primero que morir y resucitar. Al resucitar, ha abierto la fuente misma de la esperanza; ha inaugurado el objeto de la esperanza que es una vida con Dios más allá de la muerte.

Intentemos ver qué podría producir un renacimiento de la esperanza en nuestra vida espiritual. Los Hechos de los Apóstoles cuentan lo que sucedió un día frente a la puerta del templo de Jerusalén llamada “la Puerta Hermosa”. Cerca de ella yacía un lisiado pidiendo limosna. Un día pasaron Pedro y Juan y sabemos lo que pasó. El lisiado, sanado, saltó y finalmente, después de quién sabe cuántos años yacía allí abandonado, él también cruzó esa puerta y entró en el templo “saltando y alabando a Dios” (Hechos 3:1-9).

Algo parecido nos podría pasar también a nosotros gracias a la esperanza. También nosotros nos encontramos con frecuencia, espiritualmente, en la posición del lisiado en el umbral del templo: inertes, tibios, paralizados ante las dificultades. Pero he aquí que la divina esperanza pasa junto a nosotros, traída por la palabra de Dios, y nos dice también a nosotros, como Pedro dijo al lisiado y como Jesús dijo al paralizado: «¡Levántate y anda!» (Mc 2,11), y nosotros nos ponemos en pie de un salto y entramos por fin dentro, en el corazón de la Iglesia, dispuestos a asumir, de nuevo gozosamente, tareas y responsabilidades. Son los milagros cotidianos de la esperanza. Ella es realmente una gran taumaturga, una gran realizadora de milagros; vuelve a poner en pie a miles de lisiados, miles de veces.

Lo más extraordinario con respecto a la esperanza es que su presencia lo cambia todo, incluso cuando exteriormente… no cambia nada. En mi vida tengo un pequeño ejemplo de ello. Soy una persona que sufre el frío mucho más que el calor. En Italia, en el mes de marzo, al principio de la primavera, la temperatura es más o menos la misma que a finales de octubre o comienzos de noviembre. Y sin embargo notaba que el frío de marzo me producía menos problema que el frío de noviembre. Me preguntaba por qué y descubrí la respuesta: el frío de noviembre es un frío sin esperanza, porque nos encaminamos hacia el invierno; el frío de marzo es un frío con esperanza porque vamos hacia el verano.

* * *

La Carta a los Hebreos compara la esperanza con “un ancla segura y firme» (Heb 6,19). Segura y firme porque ha sido arrojada no en la tierra sino en el cielo, no en el tiempo sino en la eternidad, «más allá de la cortina del santuario». Esta imagen de la esperanza se ha vuelto clásica. Pero tenemos también otra imagen de la esperanza, en cierto sentido opuesta a la anterior: la vela. Si el ancla es lo que da seguridad a la barca y la mantiene firme en medio del oleaje del mar, la vela es en cambio lo que la hace caminar y avanzar ligera sobre las olas.

La esperanza hace ambas cosas con la barca de la Iglesia. Ella es realmente como una vela que recoge el viento y, sin ruido de motores, lo transforma en fuerza motriz que lleva a la barca mar adentro. Igual que la vela en las manos de un buen marinero consigue utilizar cualquier viento, independientemente de la dirección en la que sople, para hacer avanzar la barca en la dirección deseada, lo mismo hace la esperanza.

Ante todo, la esperanza viene en nuestra ayuda en nuestro camino personal de santificación. En quien la ejercita, ella se convierte en el principio mismo del progreso espiritual. De hecho está en guardia para descubrir siempre nuevas «posibilidades de bien», siempre algo que se puede hacer. No permite por ello acomodarse en la tibieza ni en la acedia. La esperanza es todo lo contrario de lo que a veces se cree, es decir, una bella y poética disposición interior que ayuda a soñar, a construirse mundos imaginarios. Por el contrario, ella es extremadamente concreta y práctica; pasa el tiempo poniéndote delante de los ojos tareas que realizar.

Cuando no hubiese absolutamente nada que hacer en una situación – escribe el filosofo Kierkegaard, in uno de sus discursos cristianos -, entonces sí que sería la parálisis y la desesperación. Pero la esperanza que mira a lo eterno encuentra que siempre hay algo que se puede hacer para mejorar la situación: trabajar más, ser más obedientes, más humildes, más mortificados…

Cuando te ves tentado de decirte a ti mismo: «Ya no hay nada que hacer» (es todavía Kierkegaard que nos habla), la esperanza da un paso adelante y te dice: «¡Reza!». Tú respondes: «¡Pero ya he rezado!», y ella: «¡Reza otra vez!». E incluso cuando la situación se volviese extremadamente dura y pareciera que ya no hay realmente nada que hacer, la esperanza te indica todavía una tarea: soportar hasta el final y no perder la paciencia.

Estos objetivos enfatizados por el filósofo creyente son exigentes, incluso heroicos. Está claro que no son posibles gracias a nuestros esfuerzos, sino sólo por la gracia de Dios que viene en nuestro auxilio y nunca nos deja solos.

La esperanza tiene una relación privilegiada con la paciencia. Es lo contrario de la impaciencia, de la precipitación, del «todo, ya». Es el antídoto al desánimo. Mantiene vivo el deseo. Es también una gran pedagoga, en el sentido de que no indica de una vez lo que hay que hacer, o lo que se puede hacer, sino que cada vez pone delante una posibilidad, da solo el pan de cada día. Distribuye la fatiga y así hace posible llevarla a término.

La Escritura saca continuamente a la luz esta verdad: que la tribulación no elimina la esperanza, sino que la acrecienta: «La tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza» (Rom 5,3-4). La esperanza necesita de la tribulación, como la llama necesita del viento para fortalecerse. Hace falta que mueran las razones humanas para esperar, una detrás de la otra, para que emerja el verdadero motivo inquebrantable que es Dios. Sucede como en la botadura de un barco: hace falta quitar todo el armazón que mantenía a la nave en pie artificialmente, mientras estaba en construcción; es necesario que sean apartados uno tras otro todos los puntales para que pueda hacerse a la mar y flotar por sí misma sobre el agua.

La tribulación le quita al hombre cualquier «punto de apoyo» y lo induce a esperar solo en Dios. La tribulación lleva a ese estado de perfección de la esperanza que consiste en esperar «contra toda esperanza» (Rom 4,18), apoyándose únicamente en la Palabra pronunciada una vez por Dios, incluso cuando ya han desaparecido todos los motivos humanos para esperar. Esta fue la esperanza de María a los pies de la cruz. La piedad popular no se equivoca cuando invoca a María con el título de Mater spei, madre de la esperanza.

* * *

El poder transformador de la esperanza se describe maravillosamente en un hermoso pasaje de Isaías:

Se cansan los muchachos, se fatigan,
los jóvenes tropiezan y vacilan;
pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas,
echan alas como las águilas,
corren y no se fatigan,
caminan y no se cansan (Is 40,30-31).

El oráculo es la respuesta a la queja del pueblo que dice: «Al Señor no le importa mi destino». Dios no promete eliminar los motivos de cansancio y de fatiga, pero da esperanza. La situación sigue siendo la que era, pero la esperanza da la fuerza para elevarse por encima de ella. Es realmente como tener alas.

En el Apocalipsis se lee que «cuando vio el dragón que había sido precipitado a la tierra, persiguió a la mujer que había dado a luz al hijo varón. Y le fueron dadas a la mujer las dos alas de la gran águila, para que volara al desierto» (Ap 12,13-14). Si la imagen de las alas del águila se inspira, como parece claro, en el texto de Isaías, se está queriendo decir que a la Iglesia entera se le han dado las grandes alas de la esperanza para que con ellas pueda, cada vez, huir de los ataques del mal y superar con fuerza las dificultades. Hoy como entonces!

Terminamos escuchando, como si fuera hecha para nosotros, la invocación que el apóstol Pablo hace en favor de los fieles de Roma al final de su Carta dirigida ellos: «Que el Dios de la esperanza os colme de alegría y de paz viviendo vuestra fe, para que desbordéis de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo» (Rom 15,13).

Fray Cantalamessa

1.Agustín, Sobre el Evangelio de Juan, 19,9.
2.W. Marxsen, La risurrezione di Gesú di Nazareth, Bologna 1970 (ed. Ingl. The Resurrection of Jesus of Nazareth, London 1970).
3.Cf. J.D.G. Dunn, Gli albori del Cristianesimo, 3 voll, Paideia, Brescia 2006, resumido en su Cambiare prospettiva su Gesú, Paideia, Brescia 2011
4.Juan Crisostomo, Homilías sobre la Primera Carta a los corintios, 4, 4 (PG 61, 35 s.).
5.Agustín, Enarr. in Psaslmos, 120,6.
6.León Magno, Sermo 66, 3 (PL 54, 366).
7.Søren Kierkegaard, Los actos del amor, Parte II, nr. 3.

jueves, 14 de marzo de 2024

COMPRENDIENDO LA PALABRA

“El Padre que me envió ha dado testimonio de mí” (Jn 5,37)

Que su alma reciba el dogma fundamental que concierne a Dios: hay un solo Dios, uno sólo, sin nacimiento, sin comienzo, sin cambios ni mutaciones. No fue engendrado por otro, no hay otro ser para tomar la sucesión de su vida. No empezó a vivir en el tiempo, no existe fecha en la que tenga fin. Es a la vez bueno y justo. (…) Único es el autor del cielo y de la tierra, el creador de los ángeles y los arcángeles. Es el autor de una multitud de criaturas, el Padre de uno sólo antes de los siglos, uno sólo que es el Hijo Único, nuestro Señor Jesucristo, con el que ha hecho todas las cosas, las visibles y las invisibles.

Este Padre de nuestro Señor Jesucristo no está circunscrito en un lugar cualquiera, más pequeño que el cielo. Los cielos son la obra de sus manos, su mano abarca toda la tierra. Está en todas las cosas y más allá de todas las cosas. No te imagines que el sol sea más brillante o igual que él, ya que el que ha creado al sol es, sin comparación, mucho más grande y brillante que él. Sabe por anticipado lo que debe existir, es más fuerte que todos los seres, los conoce a todos, realiza lo que desea. No está sumido a las vicisitudes de las cosas, ni al nacimiento, tampoco a la fortuna o a lo ineluctable. Es perfecto desde todo punto de vista y posee todo tipo de virtud. No sufre disminución ni crecimiento, está siempre en el mismo estado, es absolutamente idéntico a sí mismo. Preparó una sanción a los pecadores y a los justos una corona.

Muchas personas, de diversas maneras, se perdieron lejos de este Dios único. (…) Establece primero sólidamente en tu alma este dogma de la piedad por medio de la fe.


San Gregorio Magno (c. 540-604)
papa y doctor de la Iglesia
Morales sobre Job, XIII (SC 212, Morales sur Job, Cerf, 1974), trad. sc©evangelizo.org

RESONAR DE LA PALABRA - Evangelio según San Juan 5,31-47


Evangelio según San Juan 5,31-47
Jesús dijo a los judíos:

Si yo diera testimonio de mí mismo, mi testimonio no valdría.

Pero hay otro que da testimonio de mí, y yo sé que ese testimonio es verdadero.

Ustedes mismos mandaron preguntar a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad.

No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para la salvación de ustedes.

Juan era la lámpara que arde y resplandece, y ustedes han querido gozar un instante de su luz.

Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan: son las obras que el Padre me encargó llevar a cabo. Estas obras que yo realizo atestiguan que mi Padre me ha enviado.

Y el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han escuchado su voz ni han visto su rostro,

y su palabra no permanece en ustedes, porque no creen al que él envió.

Ustedes examinan las Escrituras, porque en ellas piensan encontrar Vida eterna: ellas dan testimonio de mí,

y sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener Vida.

Mi gloria no viene de los hombres.

Además, yo los conozco: el amor de Dios no está en ustedes.

He venido en nombre de mi Padre y ustedes no me reciben, pero si otro viene en su propio nombre, a ese sí lo van a recibir.

¿Cómo es posible que crean, ustedes que se glorifican unos a otros y no se preocupan por la gloria que sólo viene de Dios?

No piensen que soy yo el que los acusaré ante el Padre; el que los acusará será Moisés, en el que ustedes han puesto su esperanza.

Si creyeran en Moisés, también creerían en mí, porque él ha escrito acerca de mí.

Pero si no creen lo que él ha escrito, ¿cómo creerán lo que yo les digo?".


RESONAR DE LA PALABRA


Quisisteis gozar un instante de su luz

Hay alegrías muy verdaderas, pero efímeras: las comidas familiares, una celebración de cumpleaños, un concierto, un éxito. Y quizá, también, como la gente del tiempo de Jesús, una palabra que parece definitiva; una buena predicación, una conferencia o clase maravillosa. Y queda el recuerdo, quizá algo nostálgico, del momento. No es que todos esos momentos, como el testimonio de Juan, sean falsos. Es que son un instante que “quisimos gozar”. Pero hay una verdad, un testimonio que no pasa, y es el ver el rostro de Dios en la persona de Cristo.

El testimonio de Cristo es más grande que el de Juan. Juan mismo lo había reconocido: “no soy digno de atar la correa de su sandalia”. Entonces, si la alegría de la luz que se encuentra en momentos concretos es proporcional a la fuerza del testimonio, Cristo ofrece no un instante, sino una eternidad de gloria y alegría. ¿Cómo ver esa luz y esa gloria?

Está claro: en primer lugar, leer las Escrituras y reconocer hacia quién está orientado todo el Antiguo Testamento y de quién habla todo el Nuevo. Ver al enviado, al que anunciaron los profetas.

Y ¿qué hacemos en términos concretos?

Está claro: mirar las acciones del Ungido. A veces son acciones espectaculares: milagros, convocatoria de miles de personas, actos y palabras magníficas. Y otras veces son acciones tan sencillas como beber agua del pozo de una mujer a la que llama a la reconciliación y a la verdad; o como comer en casa de un recaudador de impuestos que entrega lo que ha defraudado y la mitad de sus bienes; o escribir en el suelo algo misterioso y liberar a una mujer no solo de las piedras, sino de su pecado. Quizá los milagros que Dios opere por nuestro medio no sean milagros espectaculares; seguramente no tendremos una fuerza de convocatoria tan grande que reúna a multitudes y les dé de comer milagrosamente. Pero los pequeños actos, las acciones más sencillas, pueden dejar traslucir la luz de Dios. Si es así, si no es la propia luz sino la que apunta a Cristo, la alegría de la que se podrá gozar no será un instante, sino toda una eternidad.

Cármen Aguinaco

fuente del comentario CIUDAD REDONDA